El Pediatra
Érase una vez una dulce niña pequeña, la mediana de tres
hermanas. Hija de un padre militar y de una madre ama de casa.
Su niñez estuvo muy marcada por la faceta profesional de su
padre. La familia vivía en un pabellón militar y las niñas acudían frecuentemente
al cuartel, donde presenciaban muchas juras de banderas de jóvenes soldados y
donde también pasaban sábados y domingos enteros jugando por las instalaciones
del cuartel.
Allí aprendieron la jerarquía del poder, donde los soldados
rasos estaban en la base de la pirámide y los altos mandos, la coronaban.
Su padre, en aquel entonces, no poseía una graduación alta,
con lo que constantemente se cuadraba ante sus superiores mostrando respeto.
Ese respeto iba más allá del mundo profesional, es decir, esa
misma jerarquía existía a nivel personal, donde el respeto y admiración por sus
superiores era algo muy patente.
Con los ascensos de su padre, la familia cambió de destino en
algunas ocasiones. En su último destino, una bonita ciudad muy cerca de la
costa, la madre llevaba a sus hijas al pediatra.
Pero no a cualquier pediatra, sino a un jubilado médico
militar. En casa, los padres de las niñas le profesaban realmente mucho respeto
al pediatra, no se si más por militar que por médico, el padre y creo que más
por médico que por militar, la madre.
La cuestión es que el pediatra era considerado una eminencia
en casa de la pequeña.
Todavía hoy en día, que las niñas ya son mujeres adultas con
sus propios hijos, la madre cuenta proezas del pediatra si sale en la
conversación algún tema relacionado con la crianza de los hijos.
La niñita en cuestión enfermaba poco, aunque de forma regular
su madre la llevaba para controlar el crecimiento y llevar a cabo alguna
revisión de salud.
El pediatra era mayor, tenía el pelo entrado en canas, aunque
todavía conservaba algo de su color original. Sonreía siempre mucho y tenía
cierto atractivo salvando la edad. Llevaba una bata blanca y pantalón de
pinzas.
Era apuesto y tenía una grave voz.
La consulta estaba en un piso enfrente de la plaza del
ayuntamiento de la ciudad. Consistía en una sala de espera nada más entrar y al
girar el pasillo dos despachos, el primero con una mesa de despacho y unas
sillas donde recibir a los pacientes y el segundo, era la sala de exploración.
Allí aguardaba una máquina de rayos X, donde se controlaba el
esqueleto de los niños en crecimiento. También una camilla de piel negra y un
mueble donde el pediatra guardaba sus instrumentos de trabajo. La sala siempre
estaba en penumbra a menos que tuviera que usar los rayos X que requerían una
oscuridad total.
El pediatra utilizaba una linterna con goma en la cabeza,
como las que usan los mineros, de esa forma alumbraba exactamente la zona a
revisar, como la garganta, los oídos, etc.
En esas visitas, poco a poco, la niña empezó a notar algo
diferente, si bien de momento no la violentaba, pero si la extrañaba.
Durante años, en sus visitas ella no sabía, ni siquiera intuía,
el gran pecado que ese prestigioso pediatra estaba cometiendo con ella y quizás
con otros niños.
Aprovechando la penumbra de la sala de exploración, él
frotaba constantemente sus genitales contra las piernas y manos de la niña
sentada o tumbada en la camilla. Siempre se acercaba mucho a su boca, y la
tocaba como ningún otro adulto lo había hecho antes.
Un día la incomodó mucho. La puso detrás de la máquina de
rayos X y en la total oscuridad de la sala, estuvo tocándole sus partes mientras comentaba el resultado de los rayos con el padre de la niña allí
presente.
Ella, muy ingenua, pensó que sería algo necesario para poder
ver bien las imágenes de su esqueleto. La situación se repitió varias veces,
aunque ella jamás se lo contó a nadie.
Nunca pensó que aquello era un abuso llevado a cabo por un
hombre enfermo, sino ¿Cómo sus padres considerarían a ese pediatra como un
prestigioso médico militar?
Simplemente a ella no le gustaba.
Pasaron los años y la niña creció y dejó de ir al pediatra y
pasó a visitarse con un médico de familia.
Durante muchos años, la niña convertida en mujer olvidó esos
episodios por completo.
Un día cualquiera y siendo ya toda una mujer, vete a saber por
qué, se despertó en ella un recuerdo y entonces se abrió la caja de Pandora.
Se dio cuenta de lo sucedido, los recuerdos brotaron en su
mente incesantemente.
¿Cómo no se había dado cuenta mientras sucedía?
¿Por qué ese pediatra hacía esas cosas?
¿Por qué sus padres nunca se dieron cuenta?
¿Por qué nadie la protegió de él?
¿Continuó el pediatra haciendo esas cosas a otros niños?
Comentarios
Publicar un comentario